Por: Eduardo Posada Carbó
«Cuando las palabras pierden su integridad, también la pierden las ideas que expresan -escribió Tony Judt, al reflexionar sobre las nuevas formas de comunicación en la era de Twitter-. Eso debe preocuparnos.» Agobiado por una enfermedad neurológica, Judt había perdido ya control de sus propias palabras.
En tan dolorosas circunstancias, apreció «más que nunca» el papel vital de la comunicación para la vida en comunidad. Así comenzó a escribir una colección de ensayos con sus recuerdos, publicados después de su muerte (The Memory Chalet, 2011; traducidas como El refugio de la memoria). Son historias breves, viñetas reveladoras de la extraordinaria vida de un intelectual cosmopolita, con sabias lecciones para el mundo contemporáneo.
Judt nació en Londres en 1948, en una familia de orígenes judíos. Fue el primer miembro de la familia en terminar bachillerato y en ir a la universidad. No a cualquiera. Se educó en Cambridge, para seguir una prestigiosa carrera académica, primero en Oxford y después en Nueva York, con una estadía preliminar en la École Normale Supérieure en París, la institución que desde su establecimiento, a mediados del siglo diecinueve, ha formado a la élite intelectual francesa.
Esa élite intelectual francesa le llamó la atención como tema de estudio, y a ella dedicó varios libros. Su obra, hasta el fin de sus días, fue en buena parte una búsqueda por conciliar sus ideales socialistas y liberales.
Sus críticas a los excesos del mercado -presentes también en el libro dedicado a sus hijos, Ill fares the land- van acompañadas de una fuerte defensa de la ética pública y de una exigencia de austeridad en el comportamiento ciudadano. «Si queremos mejores gobernantes -sugiere-, debemos aprender a preguntar más. Más de ellos y menos para nosotros.»
Bien temprano en su vida, Judt abrazó y abandonó el marxismo; vivió en un kibutz y se desencantó pronto de aquella vida comunitaria. Se vacunó contra las seducciones de la izquierda de su generación. Viajó a París en 1968 para «observar e inhalar» la revolución. En aquellos debates estudiantiles, reflexiona en sus memorias, «no recuerdo una sola alusión a la primavera de Praga». Lamenta que hubiesen perdido el tren de la revolución -el que desde Praga se levantaba contra el comunismo soviético-.
Dos décadas más tarde, sin embargo, Judt estaba a la vanguardia. Un debate epistolar sobre los disidentes checoslovacos con el historiador inglés E. P. Thompson lo motivó a aprender la lengua checa y a colaborar con los disidentes de Europa oriental. En 1989 celebraba desde un balcón en Praga la presidencia de Vaclav Havel.
Inmune a las modas intelectuales, muchos de sus colegas en la universidad lo veían como un «dinosaurio», conservador y reaccionario. Permaneció fiel a ciertos cánones tradicionales. Para Judt, por ejemplo, una buena historia dependía más de los hechos comprobados que de las teorías. Despreció en particular las disciplinas que abandonaron la claridad de expresión. Fue, así mismo, escéptico de lo que en el mundo anglosajón se conoce como «identity politics» -la política identificada exclusivamente con las identidades, ya sean religiosas, étnicas, nacionales-.
«Identidad es una palabra peligrosa -observó-. No tiene usos contemporáneos respetables.» Se sentía incómodo con cualquier etiqueta. «Las lealtades incondicionales -a un país, a un Dios, a una idea, a un hombre- me aterrorizan.» Cerca de ser un «cosmopolita sin raíces», reconocía el valor de sus varias herencias, aunque también apreciaba el vivir en las márgenes, como ciudadano universal.
Por encima de todo, sus memorias son un elogio a las palabras y a la tolerancia, a la necesidad de entablar diálogos para construir una vida pública mejor.
Fuente: Eltiempo.com