Por: Jesús Silva-Herzog M.
Unos meses después de casarse, en el verano de 1956, Isaiah y su mujer Aline se instalaron en una cabaña en el pequeño pueblo costero de Paraggi, en la costa italiana de Liguria. Isaiah disfrutaba el aislamiento, el aire de la costa, los chapuzones en el mar, la comida de las trattorias. Él no nadaba por la debilidad de su brazo izquierdo pero disfrutaba sumergirse en el agua. Durante la siguiente década pasarían prácticamente todos los veranos ahí. En la azotea de la cabaña, Isaiah se instalaba todas las mañanas a trabajar.
Ahí preparó la más importante de sus conferencias, el más polémico de sus ensayos: Dos conceptos de libertad. Durante dos veranos seguidos, Berlin leía, tomaba notas, dictaba en su grabadora, corregía y volvía a dictar versiones sucesivas de esa conferencia que sería la oportunidad de ordenar sus convicciones clave.
Hay dos personas que hablan de libertad, dice Berlin. La primera quiere limitar el poder que lo amenaza; la segunda quiere arrebatárselo al opresor. Dos conceptos de libertad: libertad negativa y libertad positiva. Nadie ha descrito mejor la libertad negativa que Hobbes: ausencia de impedimentos externos. Soy libre si me dejan en paz. De ahí nace el impulso a la libertad negativa: del deseo que no se metan con uno.
No importa si el metiche es un gendarme o un vecino; no importa si es un rey o el alcalde electo por el voto de la mayoría. De ahí que no hay conexión lógica entre esta libertad y el régimen político. Si queremos que el poder no nos fastidie, da lo mismo que ese poder sea monárquico o republicano.
La libertad positiva nace de otro impulso: del deseo de ser realmente mi propio dueño. La libertad positiva proviene de esta manera de un acto de liberación de aquellas fuerzas exteriores o interiores, que impiden que yo sea mi propio amo. Esta emancipación es la victoria sobre lo que nos sujeta, las pasiones que nos enloquecen, la ignorancia que nos ciega.
La batalla se libra dentro de un mismo hombre. Es por ello que la idea de la libertad positiva puede servir para que el poder justifique la coacción a nombre de una libertad superior. El poder libertador, desde luego, sabe mejor que el individuo lo que al individuo conviene: conoce qué es lo que lo somete y cómo debe ser liberado.
La libertad negativa está en las murallas que me cuidan, en las cortinas que me protegen. La libertad positiva está en el poder de un agente que logrará rescatarme de mi enfermedad, de mi locura, de mis arrebatos, de mi pobreza. Una libertad defiende la posibilidad de elegir sin obstáculos; la otra defiende la elección correcta, la elección que se amolda a la razón, a la justicia, a la verdad. Para unos la libertad es el permiso de equivocarse, el derecho de ser infeliz; para los otros, la libertad es el imperio de la razón. «Nadie tiene derechos contra la razón», decía Fichte delineando los perímetros de la libertad positiva.
A decir verdad, no había mucho de original en la defensa berliniana de la libertad negativa. Una larga tradición que curiosamente nace con Hobbes ha visto la libertad como la ausencia de obstrucciones. Constant, en su ensayo sobre la libertad de los modernos, distingue con claridad la libertad entendida como participación en los asuntos públicos y la libertad como resguardo del ámbito privado. No era tampoco novedosa en la denuncia de las trampas retóricas del totalitarismo que se arropaba con la defensa de una libertad superior para aplastar una libertad que se desprecia como lujo.
Karl Popper ya había escrito su contundente alegato contra el historicismo marxista y Talmon había denunciado la raíz totalitaria del democratismo rousseauniano. Lo notable en el argumento de Berlin era, además de la elegancia de su expresión, el acento en la irremediable fractura del hombre: los tres ideales de la Revolución Francesa eran preciosos. Pero no eran compatibles. No puede decirse: libertad, igualdad, fraternidad. Libertad, igualdad o fraternidad.
La libertad será un valor precioso pero no es el único, no es el máximo, no es idéntico para todos. En ocasiones, advierte Berlin, la libertad puede llegar a ser un obstáculo para la justicia, para la seguridad, para la felicidad. La política, como la vida, es elección de valores, es decir, sacrificio.
Lo dice muy claramente al final del ensayo: los valores de la vida no son solamente múltiples, suelen ser incompatibles. Por ello el conflicto y la tragedia no pueden ser nunca eliminados de la vida humana. Cada paso es el abandono de un camino, cada elección es una pérdida. No podemos eludir la necesidad de elegir entre acciones, fines y valores. Nuestros valores están en conflicto: Ahí está nuestra tragedia: estamos rotos por dentro, y no tenemos compostura. Esta es la nota fundamental del liberalismo berliniano: su sentido trágico.
Una de las raíces de Occidente proclama con optimismo la compatibilidad de los bienes auténticos. Trepado en la confianza de la ciencia, Condorcet decía que la naturaleza había unido la verdad, la virtud y la felicidad con un lazo indisoluble. Todo lo bueno va junto. Justicia, belleza, bondad, igualdad, libertad abrazadas fraternalmente. ¿Es eso verdad?, pregunta Berlin. No, responde de inmediato.
Lo bueno va pegado con lo malo; lo deseable es oneroso; un bien sacrifica a otro. Ninguna persona puede poseer simultáneamente todas las virtudes. Optar por una es renunciar a otras. Esa era la lección original de Maquiavelo: es imposible ser al mismo tiempo buen hombre y buen príncipe. Quien quiera ganar la gloria política debe renunciar al cielo; quien busque la salvación sacrificará su reino.
Hay un dolor en este liberalismo sombrío que es más ruso que británico. Cada decisión es un quebranto, cada paso es de alguna manera una desgracia. Si el rompecabezas cósmico no existe; si los valores y las verdades chocan; si las respuestas correctas a nuestras preguntas son contradictorias no puede aspirarse sensatamente a la solución definitiva de nuestros infortunios. Vivimos arrastrando la pena de elegir el bien sacrificado. Y la política será, si bien nos va, la elección del mal menor. «Estamos condenados a elegir y cada elección supone una pérdida irreparable». Quienes viven felices sin sentir la punzada de la duda y la elección no conocen la experiencia de ser humanos.